domingo, 25 de julio de 2010

Días en la licuadora.

Hoy, según mi ordenador, es domingo, y si no fuera porque le he visto en la pantalla, no lo creería.

Hoy es el tercer día, aunque parecen más. Eso de estar solo en casa sí que afecta. Ni para mal ni para bien, pero es algo que altera mis nervios. No estoy asustado ni extraño la convivencia, pero me resulta extraño convivir sólo conmigo.

Sin exagerar, me parece como si alguien hubiera metido estos últimos tres días en una licuadora junto con doce mentiras, un mal consejo y mucha psicodelia. No entiendo nada de lo que pasa por aquí. Nadie me ve, nadie me sabe, nadie me busca. ¡Hay tanta armonía dentro de este pequeño caos!

¿Y qué pasó hoy? ¿Cuál es el motivo de este aislamiento? Vaya, la naturaleza sí que juega sucio. Cuando le da la gana me deja encerrado. Podría caminar con el agua hasta las rodillas, pero me sabe mal dejar la casa ahora. No es tanto por comodidad, sino por esa intimidad que se ha logrado entre las paredes y yo.

Las paredes me ven, yo las escucho crujir. Son lindos crujiditos, amistosos, coloridos y ligeramente agrios, al contrario de lo que encontré al lamer el suelo, que era más bien seco y polvoriento. De verdad que ocurre algo extraño entre nosotros, pero no te lo voy a explicar. No hoy. Hoy no tengo ganas, pero tal vez algún día.

Hubo ruido, hubo gritos, hubo abrazos, hubo hermandad, hubo violencia, hubo elocuencia, hubo maldad, hubo aburrimiento, hubo descanso, hubo cansancio, hubo sal, hubo pimienta, hubo bebida, hubo cigarros, hubo indagaciones, hubo introspecciones, hubo periferia, hubo solemnidad, hubo sublimación.

Y hubo perdido sentido la palabra hubo. Como todas las palabras cuando las repites una y otra vez.

También hubo silencio y hubo creación, mas más tarde convirtiose en destrucción.

De verdad, pocos podemos volvernos locos de esta manera. Aún menos lo disfrutamos.

Por fortuna, después de todo, no vomité.

Y aún falta un día más.

lunes, 12 de julio de 2010

Hombre.

Nuestra labor como hombres no es otra que criticar el trabajo de Dios.


Tal vez J no sabía de qué hablaba. Es posible que ya se encontrara demasiado ebrio esa noche: eran las tres menos quince y nos corrían ya del bar. Se me ocurre también que solo quería impresionarme a mí y a las otras chicas aventurándose con frases audaces. Disparando al aire palabras que pudieran hacernos pensar. De cualquier forma, esas palabras son lo que más recuerdo de J.

Creo recordar ahora que al final solo quedamos nosotros dos. De esas extrañas ocasiones en que no quieres moverte de donde estás, aunque J se encontraba totalmente apoyado contra la barra pues no podía mantener su cabeza en alto del cansancio y el alcohol. Entonces de la nada esas palabras. No puedo comprender aún la intención con la que las dijo ni en qué estaba pensando. ¡Lo que ha debido haber estado en su cabeza en esos momentos!

Jamás vi al pobre de la misma manera. Esa noche se veía igual que todas las noches y todos los días: derrotado. Pero, a diferencia de todas las otras noches y todos los otros días, su derrota irradiaba dignidad hacia todos lados. Había algo diferente en él, algo respetable, digno de recordar. Esa noche me enamoré perdidamente de él. Al despertar corrí al teléfono y le llamé. Eran las 11 y el ya había salido, asi que decidí alcanzarlo. Al verlo todo lo que encontré fue arrogancia. ¡Arrogancia! Era casi como si supiera todo lo que había logrado. Como si esa dignidad fuera solo una rala cortina que se deshizo con el rocío nocturno apenas salió a la calle.

Ese fue el último día que vi a J.

jueves, 8 de julio de 2010

El ladrón.

Ladrón, criminal, llámame como quieras. Siempre llegaré antes. Siempre tomaré lo que me venga en gana. ¿Y tú? Tú preguntarás. Tú te disculparás. Tú fracasarás. Llevarás una vida tranquila, eso sí. Carente de verdaderos problemas, como la mayoría de las personas desea su vida.

Es una lástima, ¡veía tanto futuro en ti! No te imaginaba encadenado a una vida asi. Plana, sin sobresalto alguno. Insípida. Sin humo, sin niebla, sin turbiedad. Una vida que se vive plenamente durante el día. Ambos sabemos que vales mucho más que eso. Lo último que quería para ti era la claridad que vive día a día el hombre. Nosotros estamos más allá de eso y es una lástima quedarnos bajo la luz, bajo la lupa. Es una lástima, ¡veía tanto futuro en ti!

Ahora sabes cuál es la diferencia entre tú y yo. Ahora sabes la razón. Ahora sabes que atreverse un poco nos dejará siempre recompensas inimaginables. Tu vida terminará bien, durará mucho tiempo. La mía podría terminar antes de escribir la siguiente palabra, no lo sé. Podría este ser mi último respiro y yo no me daría cuenta. Pero ¿y qué? ¿Dónde esta lo malo en esto? ¿O en tu vida? En ninguna parte, solo hay diferencias.

Diferencias irreconciliables. Como en los divorcios.

¿Qué más da? Así son las cosas.

jueves, 1 de julio de 2010

La vida.

Alguna vez fui joven.

Es como sentarte sobre el piso húmedo. Sentir el frío y la vergüenza escalando lentamente tu columna vertebral. Todos nos vamos a ir, ¿sabes? Todos al mismo lugar. Seas el ídolillo tallado en madera, seas las vigas de acero que sostienen y hacen fuerte el gran edificio del mundo, seas tú mismo o seas quien seas. Todo, en el final, todo a la mierda.

Y ¿por qué? Porque de eso se trata todo. Poco tenemos qué hacer acá realmente, pero si estamos quietos, nos ponemos inquietos. Esa es la razón del todo. La quietud, la inclemente quietud. Pocos podemos quedarnos quietos y los que podemos no es más que por un rato.

A veces me pienso Karl Rossmann, con su propia idea del mundo, de un mundo completamente ajeno al que se ha tenido que enfrentar ahora, donde sus viejos conceptos se destruyen ante el gigantesco monstruo de lo absurdo. Nada tiene verdaderamente un sentido.

Hoy verdaderamente no entiendo nada, me he despertado muy tarde y la noche aún me pesa.