lunes, 12 de julio de 2010

Hombre.

Nuestra labor como hombres no es otra que criticar el trabajo de Dios.


Tal vez J no sabía de qué hablaba. Es posible que ya se encontrara demasiado ebrio esa noche: eran las tres menos quince y nos corrían ya del bar. Se me ocurre también que solo quería impresionarme a mí y a las otras chicas aventurándose con frases audaces. Disparando al aire palabras que pudieran hacernos pensar. De cualquier forma, esas palabras son lo que más recuerdo de J.

Creo recordar ahora que al final solo quedamos nosotros dos. De esas extrañas ocasiones en que no quieres moverte de donde estás, aunque J se encontraba totalmente apoyado contra la barra pues no podía mantener su cabeza en alto del cansancio y el alcohol. Entonces de la nada esas palabras. No puedo comprender aún la intención con la que las dijo ni en qué estaba pensando. ¡Lo que ha debido haber estado en su cabeza en esos momentos!

Jamás vi al pobre de la misma manera. Esa noche se veía igual que todas las noches y todos los días: derrotado. Pero, a diferencia de todas las otras noches y todos los otros días, su derrota irradiaba dignidad hacia todos lados. Había algo diferente en él, algo respetable, digno de recordar. Esa noche me enamoré perdidamente de él. Al despertar corrí al teléfono y le llamé. Eran las 11 y el ya había salido, asi que decidí alcanzarlo. Al verlo todo lo que encontré fue arrogancia. ¡Arrogancia! Era casi como si supiera todo lo que había logrado. Como si esa dignidad fuera solo una rala cortina que se deshizo con el rocío nocturno apenas salió a la calle.

Ese fue el último día que vi a J.

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