miércoles, 23 de febrero de 2011

¿Despegaremos al fin?

Hace tiempo me cansé de dormir. Dormir es para los soñadores y yo ya no soy uno de ellos. ¿O lo soy y no me he dado cuenta? De cualquier manera, no importa. Hay muchas partes de mí que he perdido y estoy tratando de recuperar.

Lo voy a lograr, lo sé. Pero eso no es lo que vine a decir.

Cuando me veas caminar por las calles, el viento o las azoteas, déjame tranquilo si no estás seguro de lo que ves. Déjame tranquilo si me escurro de tu vista. Déjame tranquilo si me escapo en un soplido. No tengo grandes cosas que decir, pues mi mente se estrecha conforme pasan los días.

Perdóname Joao, pero ya no vivo sonhando.

Yo sólo quiero dormir. Dormir en paz y no despertar en unos tres años. Dejar que mi recuerdo se asiente en la solución coloidal que es la vida y, al despertar, tomar una nueva forma, fundido a ti. No pido más.

Y ¿quién lo diría? La física sigue siendo mi placer culpable.

sábado, 6 de noviembre de 2010

El violín.

Como la mayoría de los sueños que sueño, no sé qué significa y no importa.

Porque todo estará bien. Porque puedo olerlo.

viernes, 29 de octubre de 2010

Ahí ya no vive nadie.

Camina conmigo por las calles amarillas, tuerce el gesto ante ese inconfundible olor a orines y alcohol. No sé, pero jamás me ha parecido tan molesto. Bueno, para ser justos, ella es una bella chica, delicada y de ojos grandes; yo soy un hombre de los que lleva barba por pereza y vivo solo en un apartamento del piso siete a donde nadie sube ya.

La verdad es que no termino de entender cómo un edificio como este ha alcanzado tal nivel de abandono. Si le quitara unos quince años de polvo, seguiría como si nada. Quince años de polvo, tres décadas de soledad y le añadiera una pizca de sal. Porque, pese a los que todos me digan, la sal hace que todo sepa mejor.

A ella la encontré el mismo día que llegué a la ciudad, hace algunos meses. Tan pronto como puse un pie aquí, busqué algún lugar que me hiciera sentir que estaba en casa por fin. ¿Qué encontré? Una mugrienta avenida llena de bares a la vuelta de la estación. Sí, definitivamente estoy en mi hogar, me dije. Entré al más vacío que encontré. Era, curiosamente, el mejor iluminado de todos y el olor a ebriedad era casi imperceptible.

Algunas copas más tarde se volvió a abrir la puerta principal y entró ella. Parecía buscar desesperadamente algo, pero su semblante era de profunda armonía. En realidad no podría precisar qué fue lo que me dió esa impresión, pero me parece que fueron sus ojos. Hasta ahora no estoy seguro. Se acercó hasta la barra y, tras cruzar, con el sujeto detrás de ésta unas palabras que no alcancé a escuchar, se sentó junto a mí. Mentiría si digo que recuerdo perfectamente qué usaba, de qué hablamos o qué pasó después.

Desperté al día siguiente en un viejo apartamento en el séptimo piso de un edificio ubicado en lo que supuse era el centro de la ciudad.

Algunas horas más tarde, mientras me encontraba en una habitación contigua a la mía, escribiendo sobre cualquier cosa, sonó el teléfono. En realidad la existencia de ese teléfono era algo que jamás hubiera imaginado. Fue hasta ese momento que me di cuenta realmente dónde me encontraba, aunque no me sorprendió el hecho de no habérmelo cuestionado antes. Simplemente asi soy yo: no me preocupa realmente el lugar en el que caiga, si no me falta nada por el momento.

Me levanté del piso y pude ver las particulas de polvo alzarse junto a mí. Al descolgar el teléfono escuché una voz femenina y su recuerdo me llegó subitamente. Sólo me dijo "nos veremos en las escaleras de tu edificio en 25 minutos, ¿te va bien?". Accedí y la llamada terminó.

Decidí que lo mejor sería darme una ducha y eliminar cualquier rastro de alcohol de mi alhiento.

Al salir del apartamento, descubrí que no había más que una puerta frente a la mía. No tenía número, ni señales de ningún tipo. Supuse que se trataba de alguna especie de bodega y tomé las escaleras. En realidad pensaba que nos encontraríamos en la puerta del edificio o la sala de estar del vestíbulo, en caso de que existiera alguno. Me sorprendí al encontrarla sólo tres pisos más abajo, sentada en un escalón.

Luego de reprocharme por haber llegado cinco minutos antes, se levantó y bajamos. Me pareció extraño el hecho de que la razón de su reclamo fue que aún no estaba lista.

Desde aquel día han transcurrido ya algunos meses y nos vemos diariamente. Casi siempre en el mismo escalón que el primer día, a menos que se encuentre ocupada o deba encontrarla en su trabajo, a unas calles de mi edificio.

Generalmente nos dedicamos a caminar por la ciudad o sentarnos en algún parque o en algún café y hablar. Hablar, hablar y hablar.

No hablamos sobre algún tema en especial, sino sobre cualquier cosa que nos venga a la mente. Un día le pregunté si sabía cómo había llegado aquel día al apartamento, a lo que me respondió que saliendo del bar comencé a caminar sin sentido y entré al edificio, subí hasta el séptimo piso y abrí la puerta. Supongo que seguía buscando algún lugar que me hiciera sentir en mi hogar. Habiéndome respondido, le pregunté si sabía qué pasa con la puerta frente a la mía, a lo que simplemente respondió: ahí ya no vive nadie.

jueves, 28 de octubre de 2010

Un millón de pasos más adelante.

"Estoy condenado a tenerla en mi mente hasta el fin de los días -dijo J-. No tengo otra opción. Si quieres que salga deberás abrirme el cráneo y extraerla con tus propias manos. No hay otra manera."

A esas alturas J ya se encontraba lejos, aunque eso no significa que fuese libre. Existía un lazo invisible entre los dos. Un larguísimo lazo, pues se encontraban a miles de kilómetros de distacia. Realmente estaba condenado. Realmente jamás tuvo opción. El exilio fue inútil.

J quedó, ante quien lo conoció, como un infeliz sin carácter, sin otro motivo para vivir que una mujer de la que había cometido el grandísimo error de alejarse.

miércoles, 27 de octubre de 2010

viernes, 15 de octubre de 2010

Duele.

A veces me ve, a veces pasa frente a mí pretendiendo que no existo. Muchas veces depende de la hora del día: si proyecto sombra o no. Es generalmente en la oscuridad, cuando no estoy atento, que llega y se postra frente a mí y desnuda su consciencia; la despoja de toda razón, le quita el velo del sentido.

¿Y yo qué puedo hacer? Yo estoy condenado a mirarla sin poder hacer nada. De todas formas no es que desee hacer algo. Es ahora muy tarde. Ya no es quien solía ser. Pobre.

Es cierto que le duele saber que lo sé. Es cierto que le duele estar en mis manos.



También es cierto que no la dejaré ir.

domingo, 10 de octubre de 2010

Un montón de cosas por hacer.

Tú decides cuándo morir, decía la embustera elegante. Tú has venido de un lugar donde, antes de nacer, has decidido planear cada situación y detalle de tu vida, pero al caer al mundo lo has olvidado. Entonces tienes la habilidad de cambiar tu destino ya escrito. Pero recuerda que quien lo ha escrito no es nadie más que tú.

Sólo tú tienes la culpa.

¿Y cómo es que sabes esto? No deberías recordarlo, según tu propio argumento. Es que les estas mintiendo. Eso es. ¿Me equivoco? No. No lo creo. ¡Pero quién sabe! Tal vez lo planeé y ya no lo recuerdo. La caída es muy dura, ¿sabes? Ja.

De cualquier forma, algo es cierto. Solo tú decides cuándo has de morir. Nadie más. Nadie te obligará a renunciar, a darte por vencido, a cerrar los ojos.



¿Y yo? Yo aún tengo un montón de cosas por hacer.